Hacía mucho que no venía. Casi me había acostumbrado al
silencio. Un día apareció sin más poniendo (poniéndome) todo patas arriba. Se plantó
en el marco de la puerta de mi dormitorio con descaro, la figura de la mujer
que yo amaba erróneamente. La mujer que desató en mí la locura y me hizo replantearme
todos los principios que alguna vez tomé como verdades. Cuando corrían otros tiempos, teníamos una
cita todos los viernes por la noche. Un pequeño pacto verbal que coloreaba mi
quinto día de la semana con un color menos oscuro. Si es cierto que las últimas
veces que la vi notaba el cansancio y la agonía dentro de ella. Se iba quedando
vacía.
Esta vez se había borrado todo rastro de lo que fue y de lo
que… ¿fuimos? Pero ahí estaba. La única que se plantaba en mi cuarto de madrugada
y sin pedir permiso. Cerró la puerta sin sigilo, sin preocuparse porque pudiera
molestarme (sabía que nunca me molestaba su presencia). Aún se acordaba de la
llave que guardaba para ella bajo mi felpudo (gracias a Dios). Avanzó y se
quitó los tacones de Prada (apenas se podía distinguir ya la marca borrosa) que
compro cuando aún quedaba un resquicio de esperanza en ella. Estaban desgastados,
con el tacón mal arreglado y pegado con pegamento barato. Casi pierde el
equilibrio al dejar sus pies descalzos (con las uñas a medio pintar) y al
dirigirse hacia la cama. Cuando se colocó en frente de esta, pude verla a la
tenue luz de las farolas que se colaban con picardía por mi ventanal. Lo que vi
no fue una persona, fue más bien una especie de objeto. Un juguete que iría de
antro en antro y de zulo en zulo mendigándole a los hombres mayores y
adinerados. Ni si quiera ellos se fijaban ya en ella. Solo borrachos y
camioneros de paso (los que peor la trataban) buscarían veinte minutos de amor entre sus piernas.
Sus ojos eran negro azabache y su cara pálida, casi grisácea.
Las sonrosadas mejillas que conocía habían desaparecido, se cernían sobre ellas
pigmentos de la máscara de pestañas (lo cierto es que tenía más rímel alrededor
de su cara que en las pestañas). Su pelo era todo un entramado de cabellos
dispuestos aquí y allá sin seguir un orden lógico. Nariz menuda y respingona. Labios
finos y barbilla tímida poco saliente. A pesar de las condiciones en las que
estaba, me habría casado con ella en aquel mismo momento si hubiera podido
articular palabra. Me dolía la vista al mirar su esquelético cuerpo. ¡Sabe Dios
cuantos días y noches llevaría sin comer aquella chiquilla! Llevaba puesto un
sencillo vestido negro y corto que ya le habría visto en algunas ocasiones (mas
deshilachado y con algún que otro agujero). Se lo levantó y cogió el pobre
manojo de billetes que sujetaba su ropa interior. Los tiró sobre la mesilla y
se quedó inmóvil. No podría decir a donde estaba mirando exactamente. No se
molestó en bajarse la tela negra y se metió en la cama tal cual. Me dio la
espalda sin mediar palabra. Tampoco yo dije nada. Me quedé ahí contemplándola y
preguntándome por qué no se quedó aquí, conmigo, cuando tuvo la oportunidad. Pero
hay personas que no quieren (no pueden) ser salvadas.