lunes, 19 de diciembre de 2016

Espejos

A mi madre,
Volví a casa. Todo estaba limpio, demasiado limpio. No como esas veces en las que te proponías dejar todos los espejos de la casa más transparentes que el agua. Era un tipo de limpieza vacía, porque ni si quiera podía reconocer mi propia casa. No había fotos, ni platos sucios, ni si quiera los relucientes espejos estaban ya. La casa estaba casi tan vacía como yo.

Llamé a varias puertas pero nadie abrió y no es algo que me sorprendiera. Todo el mundo sabe que nuestro barrio no es el mejor del mundo y la desconfianza de instaura en cada rincón. Solo la señora García me reconoció por la ventana y me dejo entrar. Puso una de aquellas sonrisas tristes y desconcertantes cuando pregunté por ti. ‘¿Dejó algo para mí?`, pregunté. No hubo respuesta. Me terminé el café y salí lo más rápido que pude de allí. Sentía como si me ahogara. Creí que se me pasaría en cuanto saliera a la calle, pero una vez fuera, era como si el frío barriera toda chispa de esperanza que había en mí, la poca que quedaba. Lloré durante días enteros.

Recuerdo a la perfección el día que me fui. Me permito pensar que si esa idea de salir tan tarde con mis amigos no se me hubiera metido en la cabeza, nada de esto hubiera pasado. No hubiéramos discutido y no habría salido por la puerta de casa. Me permito pensar que si nada hubiera pasado aquel día, yo no habría pasado cinco años sin regresar y no sabes mamá, cuantas veces deseé hacerlo.

No te negaré que en algún momento fui feliz, lo fui. Él me encontró y secó todas mis lágrimas. Me desahogué y ese día las cosas que dije de ti no fueron precisamente muy bonitas, pero tampoco fueron precisamente ciertas, espero que puedas perdonarme. Me estuvo acariciando y tranquilizando toda la noche. Por un momento creí que era un ángel caído del cielo. Su ternura, su bondad y su desinteresada ayuda, realmente me conmovieron. Vi todo un futuro alrededor de él. Me llevó a su casa y conocí a su familia. Todos tan atentos como él, me dieron todo cuanto necesité y más. Que idiota fui mamá. Te echaba la culpa a ti todo el tiempo. Ellos, casi desconocidos para mí, me daban lo que tú no conseguiste darme en años. Trabajabas día y noche para conseguir apenas llegar a fin de mes y yo, sin embargo, exigía y exigía, sin ver el valor que las cosas verdaderamente tenían. Ojalá puedas perdonarme todo esto también.

Tenía que empezar a trabajar, yo empezaba a convertirme en una carga económica demasiado pesada, eso decían. Se encargaron de buscarme un empleo como costurera. Cuando me llevó, lo único que vi en aquella sala eran tacones que por poco tocaban el cielo, pintalabios de todos los tipos y colores, vestidos extremadamente cortos y chicas, muchas chicas corriendo de un lado para otro y cogiendo cosas de allí y de allá. El ángel caído hizo un gesto a una de ellas y entre todas me transformaron en la peor versión que jamás podría haber visto de mí misma. Aquel hombre se volvió un desconocido y aquella sonrisa que logró tranquilizar un día, me produjo escalofríos por todo mi cuerpo. ‘Quitadle esa cara de niña buena, quiero que parezca mayor de edad`, dijo. Y me la quitaron. Me quitaron mi vida, mi sonrisa, mi dignidad, mi fuerza. Me arrebataron todo aquello que tú me diste un día. Perdí la cuenta de cuantas veces violaron tanto mi cuerpo, como mi alma. Muchas veces él solía sacarme a rastras de la habitación que compartía con las demás, solo para estar conmigo a solas y encargarse de que supiera que yo era toda suya. Cuando dejé de serles útil simplemente me echaron. No sabía si aquello era una liberación u otra especie de condena, ¿A dónde iría? No me quedaba nada.

Decidí volver a casa. Al único sitio que podía devolverme algo de todo lo que había carecido tanto tiempo, el incomparable e incondicional amor de una madre. Ese fue para mí, el verdadero amor y al que tanto me había aferrado, lo único que me dio fuerzas para volver. Y allí acabé, en frente casa y el tremendo vacío que se ocultaba dentro de ella.

Después de lamentarme y no dormir durante semanas, algo cambió. Los fantasmas que invadían la que fue mi casa empezaron a despedirse y a abandonar mi sufrimiento, del que habían hecho ya una fiesta. Abrí las cortinas y empecé a preparar café por las mañanas, sin azúcar, como a ti te gustaba. Poco a poco empecé a sentir de nuevo, curé mis cicatrices y las besé yo misma. No era algo de lo que me fuera a avergonzar toda mi vida, pues eran mi insignia de valentía. De vez en cuando compraba ingredientes y hacía bizcochos de limón, lo intentaba al menos, pero siempre se quemaban.

Y hoy estoy aquí de nuevo. Diciéndole al mundo que yo soy luz, y no viviré más en la sombra. Sin ti es difícil, mamá. Sé que contigo todo hubiera sido diferente y no sabes la falta que me sigues haciendo, pero aunque ya no estés, te sigo sintiendo. Siempre has sido mi brújula y encuentro en tu recuerdo la fuerza suficiente para recomponerme pieza a pieza, y poner todo en su sitio. Hoy estoy haciendo una de esas limpiezas que tu solías hacer en casa. He dejado los espejos para el final. Los he limpiado y estarías orgullosa de mí si los vieras, han quedado más brillantes que nunca. Me he mirado en uno de ellos, he sonreído por primera vez en mucho tiempo y me he llevado la mano al vientre. ‘A la abuela le habría encantado conocerte, pequeño`. Tengo un bizcocho en el horno y creo que esta vez, no se me va a quemar.


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